San Martín de Tours

San Martín de Tours

Muchos conocerán el relieve de un romano a caballo que parte su capa para entregársela a un pobre. De este hecho hay cientos esculturas o cuadros en cientos de iglesias en todo el mundo. Pero pocos desconocen los hechos que se esconden detrás de tal acto. Incluso en aquellos más inducidos en la fe. El protagonista de aquel hecho es San Martin de Tours. Y en aquel momento, ni siquiera era cristiano. Ni estaba bautizado, ni era catecúmeno. Simplemente a los 10 años se había escapado de casa para asistir a una escuela cristiana. Podemos imaginar lo que sucedió en aquella aula.

San Martin tuvo un “flash” con lo que es de verdad el cristianismo auténtico. Desde aquel día, la gracia católica se abría paso en su alma muchos años antes del bautismo. La gracia divina había hecho comprender lo que es el amor al prójimo mucho más que en muchos bautizados. Algunos podrían pensar, que fue falto de generosidad el no haber dado la capa entera al mendigo.

Sin embargo, uno debe dar lo que es suyo, y según las leyes romanas, la mitad del equipo del legionario pertenece al César, por tanto, la otra parte de la capa era del emperador. A algunos también les parecerá que el sacrificio de aquel legionario fue poca cosa. Nadie tiene en cuenta las burlas y humillaciones padecidas por San Martín de parte de sus compañeros por llevar la capa rota. Poco le importaba. Pocos saben, también, que San Martín no era un legionario cualquiera. Era un miembro de la guardia personal del emperador, hablamos del último emperador romano que odió al cristianismo con todas sus fuerzas.

Hablamos de Juliano el apóstata. Y persiguió a los cristianos lo poco que pudo, pues el cristianismo ya tenía derecho de ciudadanía Después de tres años de servicio, San Martín se acerca a ese monstruo, y le dice: “Deseo dejar tu servicio, pues quiero bautizarme y ser cristiano”. Rojo de furia el emperador le mira, ante el pasmo y miedo de todos los testigos, mientras San Martín se mantiene impertérrito. El emperador perdía a uno de su propia guardia y encima se hacía de la religión que odiaba: “¡Fuera de aquí!”. Nada más. El emperador dejó marchar a San Martín, que marchó camino del bautismo.

La nueva vida de Martín

San Martín nació en Sabaria, en la provincia romana de la Panonia, hoy Hungría, pero mucho antes de que llegara la población eslava. Su padre era tribuno, y junto con su madre, fervorosos devotos del dios Mitras, y ni saber querían del cristianismo. Sin embargo, no pudieron impedir que Martín se les escapara unas cuantas veces. A pesar de todo, impidieron el bautismo del muchacho, y a los quince años ya estaba vestido de legionario y a marchar por el mundo. ¡Qué orgulloso estuvo su padre cuando su hijo fue llamado a servir en la guardia personal del emperador! Por tanto, no podía ser un cualquiera, Martin: alto, fuerte, disciplinado y valiente. El padre recibió unas tierras al licenciarse de la legión, como todo legionario. Esas tierras estaban en Francia.

Hacia allí se dirigió para contar a sus padres que se había salido de la guardia imperial para hacerse cristiano. La reacción de los progenitores no debió de ser muy feliz. Acto seguido marchó a Poitiers, atraído por la fama de San Hilario. Una nueva vida se abría para él. Entonces tuvo un encuentro que marcó su vida: Un hombre le abordó por el camino. “¿A dónde vas?”- le preguntó. “A donde me llama el Señor”- respondió Martín. Entonces le increpó: “Vayas donde vayas, emprendas lo que emprendas, encontrarás al diablo ante ti”. Y el personaje desapareció.

San Hilario formó, instruyó y bautizó a un hombre nuevo: un guerrero. Y la guerra que iba a emprender no era fácil. El paganismo permanecía en la Galia romana. La ignorancia, la superstición, la apatía de los buenos, todo eran raíles por donde libremente circulaba la mentira y la inmoralidad. Guiado por la gracia, y sin ser enteramente consciente de lo que la Providencia le pediría, San Martín primero llevaría una vida eremítica, dedicado a la contemplación por entero, antes del combate por la fe. Fundó dos conventos, uno de ellos, el de Ligugé, tiene el honor de ser el más antiguo de Europa.

Su vida radical llevó a la rebelión a muchos monjes, que al comienzo se confiaron a él, y que luego no aceptaron sus normas. Uno de ellos se llamaba Bricio. Dicho monje le hizo la vida imposible. Y a sus actos respondía San Martín con una mansedumbre más allá de cualquier límite: “Si Cristo soportó a Judas ¿por qué yo no he de soportar a Bricio?” La paciencia de un santo siempre da su fruto. Bricio se arrepintió y llevó una vida santa. San Bricio, canonizado como San Martín, será su sucesor en el obispado de Tours.

San Martín, el destructor

San Martín aceptó ser obispo. No eran buenos los obispos de aquella época. San Jerónimo no tiene piedad: “Sólo se preocupan por sus vestidos y sus perfumes, que sus pies no bailen en un zapato deformado, que sus dedos luzcan anillos, y que en los días de lluvia no se mojen la planta de los pies, por ello andan de puntillas”. En oposición, San Martín andaba de túnica sayal, sin joyas ni perfume. Dispuesto a todo. No quería saber de permanecer en la residencia episcopal, como la mayoría de los otros obispos. Salía fuera de la capital, al campo, en busca del pueblo a quien evangelizar.

Primero salía decidido a arrasar los templos paganos que todavía permanecían allí, con sus esculturas y demás.” Edificios impíos” los calificaba San Martín. En una ocasión, una muchedumbre de campesinos salió al encuentro del obispo, armados hasta los dientes:” No destruirás nuestro templo”. San Martín, como siempre ante las dificultades, recurrió a la oración. Durante tres días, cilicio, ayuno y recogimiento. Al cabo, dos ángeles con escudos y lanzas se presentaron ante él. San Martín se lanzó contra el templo y lo destruía mientras los patéticos campesinos quedaban petrificados. Comprendieron que el poder divino estaba con su obispo. Después de este día, los propios campesinos comenzaron a destruir los templos antes de que él llegara.

Después la predicación y los milagros. La fama de San Martín llegaba a las ciudades. Multitudes paganas llegaban hasta él. En una ocasión, una mujer se abrió paso entre la multitud con su hijo muerto en brazos. Todos esperaban. San Martín siente la necesidad del milagro para la salvación de todos los que están allí. Se arrodilla con el cuerpo del niño, reza, y le devuelve el niño, ya vivo, a la madre. Fue su tercera resurrección. El paganismo estaba dando sus últimos coletazos.

El legado

San Martín murió durante una vista pastoral con más de 80 años. La canonización popular no se hizo esperar. De su tumba fueron millares los milagros. Fue el primer santo no mártir en estar en el martirologio. Sus restos descansan en Tours. En la misma iglesia se guardaba la capa de San Martín: la capella, que se hizo tan popular en toda Europa, y que dio al término “capilla”, tan habitual en nuestro tiempo. Esta simple reseña basta para marcar la extraordinaria difusión de todo lo relativo a San Martín. El santuario de Tours se convirtió en el más grande del imperio carolingio. Y su sepulcro, fue el más visitado después de Tierra Santa y Santiago de Compostela.

Los enemigos de la fe fueron a por él siglos después. Primero arrasar y después olvidar. Los calvinistas en 1562 destruyeron su sepulcro, y saquearon y quemaron sus reliquias. El relicario del santo se quemó en la hoguera. Algunos devotos consiguieron salvar el cráneo y algunos huesos. La basílica sobrevivió y las peregrinaciones volvieron. Hasta la Revolución francesa, cuando llegó el Terror, la destrucción fue completa. Pero de nuevo, un valiente salvó los huesos de San Martín. En pleno siglo XIX, un hombre llamado Dupont, “el santo hombre de Tours”, consternado porque nadie en Tours conocía la tumba de San Martín. Entonces compró las casas construidas donde estaba la antigua basílica, y empezó a hacer excavaciones hasta que en 1880 encontró los restos del sepulcro. La nueva basílica se edificó y las reliquias escondidas volvieron, y hoy en día podemos rezar ante su tumba.

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