En un artículo de José María Sánchez Galera sobre la crisis de la fe en la Iglesia Católica, publicado en “El Debate”, se fornecen datos dramáticos, entre los cuales el descenso de la participación en la Santa Misa por parte de los españoles:
“En 1973 –según la Fundación FOESSA– casi siete de cada diez adultos acudían a la misa dominical; en 2007 –según el Centro de Investigaciones Sociológicas– sólo uno de cada cinco católicos asistía a misa todos los domingos (el 15 % del total de la población). […] El año pasado, una de cada seis personas afirmaba que oía misa casi todos los domingos y festividades religiosas. Según el Pew Research Center, los católicos españoles cumplían el precepto dominical, entre los años 2009 y 2013, en un porcentaje que experimentaba notables altibajos (del 24 al 31 %) con tendencia clara a descender”.
La caída de la asistencia a la Misa es asustadora, del 70 % de la población en 1973 al 16,6% en 2021. ¿Qué ha pasado? Una conclusión se impone: para la mayoría de los católicos de hoy la Santa Misa es algo prescindible. Pero, ¿es eso verdad? La respuesta es NO.
Está claro que existe un triste proceso de apostasía silenciosa que inicia a partir de la “minusvaloración” de la Eucaristía. Muchos piensan: “lo importante no es ir a Misa, lo que cuenta es el corazón, ser buenas personas”. Se pasa así de una fe eclesial a una creencia vagamente católica de carácter individualista. Nos encontramos, entonces, con una multitud desagregada de “católicos a su manera”, que, al final de cuentas, de forma paulatina van dejando de ser católicos.
En este artículo queremos ofrecerte desde la fe y la razón los motivos que deben mover a un bautizado a considerar la Santa Misa como el centro y la culminación de la propia vida. Y, en esa óptica, fornecer instrumentos para darle el debido valor al precepto dominical. Un bautizado no puede vivir sin la Misa del domingo. Mons. Munilla, en uno de sus comentarios al Catecismo, afirmaba: “Sin la eucaristía no tenemos la vida de Cristo, nos morimos de hambre espiritual”.
Para reflexionar sobre un asunto tan crucial es necesario hacerse dos preguntas: ¿Qué es la Misa? ¿Por qué la Iglesia me obliga a ir a Misa todos los domingos? Pasemos a responder ambas cuestiones.

ÍNDICE
I. ¿Qué es la Misa?
Es difícil responder a esta pregunta de forma resumida. La Eucaristía es algo tan sublime, de valor tan inestimable y divino, que sobre ella se han escrito tratados extensísimos de alta competencia teológica y pastoral. Y no es para menos.
Para dar una respuesta sintética y lo más posible completa a esta pregunta ponemos a tu disposición un breve esquema dividido en dos puntos:
A. Qué han dicho los Santos sobre la santa Misa:
San Francisco de Asís: “El hombre debe temblar, el mundo debe estremecerse, el Cielo entero debe conmoverse, cuando sobre el Altar, entre las manos del sacerdote, aparece el Hijo de Dios”.
San Pio de Pietrelcina: “Sería más fácil que la tierra se conservase sin el sol que sin la Santa Misa”.
San Felipe Neri: “Con la oración le pedimos a Dios con conceda sus gracias, en la Santa Misa le obligamos a dárnoslas”.
Santo Tomás de Aquino: “Tanto vale la celebración de la Misa cuánto vale la Muerte de Jesús en la Cruz”.
B. Algunos apuntes de catequesis sobre la santa Misa
En en Catecismo de la Iglesia Católica y en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia de SS. Juan Pablo II se nos ofrece una sinopsis bastante completa y accesible sobre la riqueza fascinante de la Santa Misa. He aquí algunos puntos:
Según el Catecismo: “La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor”. (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1382) Esta doble dimensión de la Eucaristía hace con que el que de ella participa pueda estar místicamente al pie de la Cruz en el Calvario recibiendo del costado de Cristo el baño de regeneración de su Sangre Preciosísima, y, al mismo tiempo, le faculta la posibilidad de recibir la comunión, o sea, al propio Cristo como alimento espiritual. No hay nada más bello, sublime y útil que eso.
Para iluminar mejor este misterio, veamos lo que nos dice Ecclesia de Eucharistia en su número 12: “La Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, «el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio»”. Esto significa nada más y nada menos que quien no asiste a la Misa se está privando de los beneficios que Jesús nos compró a precio de su Sangre durante su Pasión y Muerte. Y no sólo. También se aleja de la luz de la Resurrección que es la esperanza de la Vida Eterna. Por lo tanto, la mayor tristeza en la vida de un cristiano es no poder participar de la Santa Misa.
¿Y qué decir sobre la gracia insigne de la comunión? Nada mejor nos puede pasar mientras peregrinamos en este valle de lágrimas rumbo al Cielo, que recibir la sagrada Comunión con buenas disposiciones, o sea, con la conciencia libre del pecado mortal. En la comunión nuestra unión con Cristo se estrecha cada vez más, a un punto difícil de concebir: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56).
Así nos enseña la Iglesia en su Catecismo: “la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros”. (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1382). ¡Recibir a Cristo! ¿Que mayor honor puede existir? ¿Qué alegría más grande? ¿Qué realidad puede ser más santificante y transformante? Nada supera el don de recibir a Cristo victimado y resucitado en nuestro corazón. ¡Y hay tanta gente que desdeña un tal regalo!
En efecto, es materia de fe que todo católico debe creer con firmeza al punto de estar dispuesto a morir antes que negar tal verdad que “por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica” (Concilio de Trento, Sesión XIII, Decr. de ss. Eucharistia, cap. 4).

Cuando el sacerdote católico, actuando en la Persona de Cristo, Cabeza de la Iglesia, dice: “Esto es Mi Cuerpo” y “Este es el cáliz de mi Sangre” se opera un cambio sustancial mediante el cual Cristo entero pasa a estar bajo las especies eucarísticas, y Él se nos da como alimento. ¿Puede haber mayor gesto de cariño? No, no existe un amor más extremado que el de Jesús por nosotros en el misterio de la Eucaristía.
Y recibiendo a Jesús en la comunión Él “nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: «quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. […]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente» (Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/ Syr. 182, 55 in Ecclesia de Eucharistia, 17).
No se puede olvidar un aspecto imprescindible: la Eucaristía es el Sacramento de la Unidad de la Iglesia: “Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: « Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 16-17)” (Ecclesia de Eucharistia, 23). Por lo tanto, sólo quien es miembro del Cuerpo Místico de Cristo y piedra viva de la Iglesia puede participar de la comunión. Y, participando, construye el Templo de Dios que es la Iglesia. Por lo tanto, es imposible separar Eucaristía de Iglesia.
En la Mesa de la Eucaristía se nos ofrece también al pan de la palabra: “no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3). Quien no se dispone interiormente a la comunión sacramental mediante la purificación y la santificación que opera la palabra escuchada con reverencia y prontitud raramente comulga bien. La Santa Misa es un banquete sagrado en el cual se nos da el inmenso regalo del Cuerpo de Cristo tras haber sido alimentados espiritualmente con su Palabra Eterna, fuente de vida y santidad.
En conclusión, la Santa Misa es necesaria e imprescindible para la vida del cristiano que aspira a seguir los pasos de Jesús para así alcanzar la dádiva infinita del Cielo. Quien se aleja de la Mesa de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, se aleja de la bienaventuranza eterna.
El mismo Jesús lo afirmó sin dejar lugar a dudas: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58). Y aún: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53).

II. ¿Por qué ir a la Misa el Domingo?
Esta segunda respuesta de nuestro artículo responde a la pregunta formulada en el título contando con los presupuestos establecidos anteriormente a respecto de la Santa Misa en sí misma considerada. El lector ya ha comprendido desde la óptica de la fe lo fundamental que es la Misa para la vida de un católico, ahora le queda saber por qué la Iglesia nos obliga bajo pecado mortal a ir a Misa los domingos y fiestas de precepto.
En este apartado responderemos aportando dos reflexiones lógicamente concatenadas. La primera procura responder a esta cuestión: ¿En qué consiste la obligación de ir a la Misa el Domingo?
A. La obligación de ir a Misa los domingos
La Iglesia Católica es Madre bondadosa y porque nos ama como a sus hijos queridos y quiere para nosotros lo mejor que puede ofrecernos, que es el Cielo, nos obliga a ir a Misa los domingos y fiestas de precepto.
Así reza el Catecismo de la Iglesia Católica:
n. 1389: “La Iglesia obliga a los fieles “a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia” (cf OE 15) y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual (cf CIC can. 920), preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días”.
n. 2181: “La Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto. […] Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave”.
En el Código de Derecho Canónico se encuentran normas semejantes:
Canon 1247: “El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa; y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor, o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo”.
El precepto consiste en oír la misa entera, de tal modo que no falten las partes esenciales, esto es, la Mesa de la Palabra y la Mesa de la Eucaristía. Están obligados los fieles católicos desde los siete años como recuerda el canon 11, a saber, que las leyes meramente eclesiásticas obligan a los fieles “siempre que tengan uso de razón suficiente y, si el derecho no dispone expresamente otra cosa, hayan cumplido siete años”.
B. ¿Por qué hay que ir justo el domingo y no otro día de la semana?
Nos empieza a responder el Papa Benedicto XVI: “En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, [en el año 304 bajo la persecución de Diocleciano] 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: “Sine dominico non possumus”; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado”. (Benedicto XVI, Homilía en Bari: Solemnidad del “Corpus Christi” Domingo 29 de mayo de 2005).
No sólo en Abitina los primeros cristianos desafiaron las leyes imperiales que a veces prohibían el culto católico, arriesgando su vida. Baste recordar el martirio de San Sixto II, Papa, y de sus compañeros sorprendidos en la Catacumba hoy llamada de San Calixto celebrando la Eucaristía, y decapitados allí mismo. Este dato interpela a nuestra conciencia muchas veces adormecida y desinteresada por el misterio de la Eucaristía, el cual, sin embargo, es vital para nuestra vida cristiana y para alcanzar la vida eterna.
¿Qué significa esa fe tan valiente y determinada de los primeros cristianos? ¿Es mejor morir que dejar de ir a Misa el domingo? Para ellos lo fue y también lo debe ser para nosotros. Para un cristiano los bienes del alma están muy por encima de los del cuerpo, como nos enseñó Jesús: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena (Mt 10, 28)”.
Sin embargo, la obligación de ir a Misa el Domingo debe ser cumplida por amor más que por temor. Hay motivos sobrados para ello. Jesús fue tan bueno para con nosotros que tomó sobre sí nuestras culpas y las expió recibiendo en Sí el peso de la justicia debida por nuestras transgresiones. Su muerte en la Cruz fue por su deseo infinito de salvarnos. ¿No iremos a Misa el Domingo a fin recordar esa entrega de amor y agradecerle por tanta bondad? Habría que ser muy ingrato… Si conociéramos el amor con que Cristo instituyó la Eucaristía y los beneficios que obtenemos participando de ella, según San Pio de Pietrelcina, los domingos, y no sólo, habría colas interminables en las Iglesias para participar de la Santa Misa.
La razón fundamental de la obligación de ir a Misa el Domingo tiene sus raíces en el Antiguo Testamento, en que Dios obliga al Pueblo Elegido a dedicarle un día de la semana: el sábado o shabat. En efecto el descanso sabático y el culto a Dios en ese día es uno de los diez mandamientos. Dios dijo a Moisés: “”Acuérdate del día del Sábado, para santificarlo. Trabaja seis días, y en ellos haz todas tus faenas. Pero el día séptimo es día de descanso, consagrado a Yahvé, tu Dios” (Ex 20, 8).
Ese mandamiento era sagrado y, en los tiempos de fidelidad, era cumplido por los judíos a rajatabla. La Iglesia Católica conserva el mandamiento de guardar un día para el culto público a Dios. También Jesús, el Hijo de Dios, quiso que los suyos encontrasen en Él su reposo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 25). Por eso hay un día de la semana destinado a descansar en Jesús.

Sin embargo, después de la Encarnación, Muerte y Resurrección de Cristo, el día elegido por la Iglesia para dedicarlo a su Señor fue el “primer día de la semana” o domingo. Y todo cristiano debe unirse al culto ofrecido a la Trinidad por la Iglesia ese día. Es evidente que el cristiano debe actuar no sólo a título personal, sino también comunitario como piedra viva de la Iglesia.
La naturaleza social del hombre y la realidad de la Santa Asamblea fundada por el Divino Redentor, de la cual hacen parte los bautizados, exigen del cristiano un culto comunitario y público. No hay mejor culto público que el sacrificio y no hay sacrificio más perfecto que el de Cristo. Luego es necesario participar de la Santa Misa (que es el sacrificio de Cristo actualizado en el espacio y en el tiempo) para dar a Dios el debido culto de adoración, acción de gracias, súplica y reparación.
De otro modo, negligenciando la participación a la Santa Misa Dominical ¿quién osaría afirmar que es miembro vivo de la Iglesia? Y sin ser miembro vivo de la Iglesia ¿quién se puede salvar? ¿No seremos más bien sarmientos que van separándose de la vid, con el riesgo de secarse y ser echados al fuego?
La Iglesia celebra la Eucaristía el Domingo por ser el “dies Domini”, el día de la Resurrección del Señor. Por eso, el Papa Inocencio I testimoniando una práctica que se había consolidado desde los primeros años después de la gloriosa victoria de Cristo sobre la muerte, afirma: “Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana” (Ep. ad Decentium XXV, 4, 7).
Por otro lado, el domingo era el día del sol para los gentiles. San Justino escribiendo a los paganos recuerda que los cristianos se reunían en asamblea (Iglesia) el día llamado del sol. Esta referencia al sol se transforma para los creyentes en una alusión a Nuestro Señor que es en los labios de Zacarías “el Sol que nace de lo alto” (Lc 1, 78). El “dies Domini” es además el día del fuego, con referencia al Espíritu Santo que en Pentecostés se apareció en forma de lenguas de fuego, precisamente un domingo.
El Domingo aparece, pues, cargado de simbolismo sublime para los católicos. Incluso por su relación con la vida eterna, ese día feliz, luminoso y perpetuo que nunca se extingue. El domingo simboliza el octavo día después de la creación, por lo tanto, como cierta anticipación del premio eterno del Cielo, entendido, según el Apocalipsis, como una liturgia fulgurantemente bella que se desarrolla por siempre jamás en la presencia de Dios.
En conclusión, Benedicto XVI nos enseña: “S. San Ignacio de Antioquía se refería a los cristianos como “aquellos que han llegado a la nueva esperanza”, y los presentaba como personas “que viven según el domingo” (“iuxta dominicam viventes”). Desde esta perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba: “¿Cómo podríamos vivir sin él, a quien incluso los profetas esperaron?” (Ep. ad Magnesios, 9, 1-2). “¿Cómo podríamos vivir sin él?“. En estas palabras de san Ignacio resuena la afirmación de los mártires de Abitina: “Sine dominico non possumus” (Benedicto XVI, Homilía en Bari: Solemnidad del “Corpus Christi” Domingo 29 de mayo de 2005).
Con todo es bueno esclarecer que el precepto no obliga a quienes están legítimamente impedidos como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños)” (n. 2181). Otros casos serían el de los que con recta conciencia trabajen el domingo (enfermeros, policías, taxistas, etc.) o quienes viven en un lugar en el que infelizmente no se celebra la Eucaristía (Canon 1248 § 2). En caso de duda si es lícito o no faltar a la Eucaristía dominical es indispensable consultar al propio confesor.
Para quienes estén legítimamente impedidos no existe la obligación de participar en la Santa Misa, aunque se recomienda que esos fieles asistan a Misa otro día, dado el papel fundamental de la Eucaristía en la vida de los bautizados. Se recuerda que las Misas de los sábados, a partir de la hora nona, son válidas para cumplir el precepto dominical. Asistir la Misa por televisión es un acto piadoso pero no es la verdadera participación en la Eucaristía, por lo tanto, no sirve para cumplir el precepto.