Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios, no solamente para él, sino para todos los humanos. Y entonces, Adán y Eva transmitieron a su descendencia la naturaleza humana herida por su primer pecado, privada por tanto de la santidad y la justicia originales. Esta privación es llamada “pecado original”. Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación llamada “concupiscencia).
Por este pecado hombre es un ser expuesto a errar. El libre albedrío que permite al hombre elegir, está sujeto a mil equivocaciones, al aplicar los principios universales. Por eso Dios nos dirige a través de sus ángeles. Ellos ya están en la bienaventuranza, y por ello, no pueden equivocarse. Son seres de inteligencia angélica, sumamente elevada, y, por tanto, de una sabiduría a la que ningún hombre puede alcanzar.
La voluntad del hombre hacia el bien siempre es movida por la gracia, la cual es infundida por Dios. Pero también los ángeles tienen su parte, pues pueden influir en el aspecto sensitivo, favoreciendo con los movimientos concordes con el bien. Los ángeles obran sobre el entendimiento humano, principalmente ilustrándole para que conozca la verdad, y ésta mueva su voluntad. La actuación de los ángeles custodios, sobre el intelecto humano, unas veces es indirecta, ya que evitan que sea propuesto el error, y otras veces directa, pues procuran resaltar la verdad.
ÍNDICE
He aquí que yo enviaré mi ángel, que vaya delante de ti y te introduzca en el lugar que he preparado: reverénciale y escucha su voz.
Así trata Dios a aquellos que huyen de los dictados del mundo por Su amor. Debemos entender por mundo, como aquello que ha configurado el hombre que se ha alejado de Dios; es decir, la Revolución. Pues es una revolución cuando el hombre expulsa del centro de todas las cosas a Dios, Creador y Salvador de todo, para ponerse él. La presencia de la Revolución en todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana confiere al mundo, en su conjunto, una condición pecadora. Esta omnipresencia maldita influye negativamente sobre las personas, las instituciones y las estructuras políticas y sociales. Ayuda a crear una mentalidad que concibe la vida con criterios contrarios al Evangelio, al cumplimiento de los diez mandamientos, en definitiva, a la fe. Podríamos exclamar como Judas Macabeo: “Mejor morir que vivir en una tierra devastada y sin honra”
Aquellos que rechazan al mundo, miran con pena y proclaman: «No hay para el mundo salvación sino es «en el nombre de Jesús» (Hch 4,12). Dios no puede abandonar a estas almas, traicionaría su nombre de “Salvador” si así lo hiciera. Por la gracia promete un lugar de refugio ante este maremágnum de iniquidad. Es su Sacratísimo Corazón. Refugio seguro de todos los que creen en Él. Un refugio que no estará exento de sufrimiento, pero que guardará el alma para la eternidad.
No te alcanzará el mal, ni caerá el azote a tu habitación, porque mandó a sus ángeles cerca de ti, para que te guarden en todos sus caminos.
Y otorga a los suyos Sus Santos Ángeles que custodien, que velen continuamente por ellos, y defiendan de los enemigos visibles e invisibles, según sea la voluntad de Dios. E inspiren interiormente para que mejorar la vida, ajustándola a lo que Cristo quiere de todos. Y de esta manera se ponga la confianza enteramente en Dios, y no en las propias fuerzas. Pues una de las cosas que más defiende este mundo traidor, es la autosuficiencia.
Desde la educación infantil, la Revolución insiste al hombre en que ponga todo el empeño en ser autosuficiente, que dependa cada vez menos del prójimo. Y así acelera el orgullo y la soberbia de la persona. Pero la Divina Misericordia se aparece a Santa Faustina Kowalska insistiendo que el hombre moderno no se preocupe y ponga su confianza en Él. Y el Señor le librará mediante la acción de sus ángeles de todos los trabajos y peligros para su alma. Si nos encomendamos a ellos especialmente, evitarán que nos dejemos arrastrar por los preceptos del mundo, y guardemos bien en nuestros corazones el mayor bien que tenemos en este mundo: los infinitos méritos de Cristo.
El amor de los ángeles custodios al hombre
Debemos confiar en ellos porque el amor que nos tienen es tan grande, que incluso dan por bien empleados sus trabajos con aquellos que se condenan. Porque ni los réprobos ni los infieles son privados del auxilio interior, ni del exterior. Hasta aquellos que se condenan han recibido algún bien de su ángel de la guarda, pues sin él, habrían sido peores y habrían hecho más daño al prójimo.
Ellos nos sirven con amor, pues ven en nosotros, en nuestra forma humana ven a Cristo, y no la desprecian desde que Dios se hizo hombre. En aquellos que están en estado de gracia, honran a Dios que inhabita en ellos.
Como cuenta San Bernardo de Claraval, la ciudad angélica fue arruinada por la condenación de los demonios y son los hombres, quienes llenando las sedes que dejaron vacías, han de restaurarla. Nos cuidan porque somos piedras vivas de su ciudad perfecta.
Y no sólo eso. Ellos ven en la tierra, en este valle de lágrimas, donde los demonios tratan de perdernos, nuestra propia fragilidad. Ven nuestros peligros, nos ven colocados entre el Cielo y el Infierno, y se compadecen de nosotros y desean ayudarnos en nuestra salvación. Comprenden la maldad del demonio, y les da gran lástima que pudiéramos ser sus víctimas.
Asimismo, hombre y ángel tienen un mismo enemigo: Satanás y sus secuaces, aquel a quien Cristo definió como “Príncipe de este mundo”. Ellos le odian compartiendo el odio de Dios por el mal, y ven aquí en la tierra una continuación del “Quis ut Deus?”; es decir, una continuación, una prolongación de su lucha contra el demonio, a quien expulsaron del Cielo en combate singular.